Originario, aparentemente, de la región entre el Sudeste Asiático, Malasia y China, el limón se cultiva allí desde hace más de 2500 años. Ya se usaba entre los antiguos romanos para ahuyentar las polillas y figura en varios mitos; los egipcios servían agua con limón para limpiarse las manos durante las comidas. El limonero recién llegará a América con Colón (a España había llegado, siglos antes, de la mano de los árabes). Hoy, Argentina es el cuarto productor de limones en todo el mundo, detrás de México, India y China; la mayor parte de la producción limonera nacional es tucumana.
Empecemos por diferenciar dos partes de esta fruta con usos muy diferentes. El jugo de limón nos brindará acidez, protagónica en una limonada o vinagreta. También es el que ayuda a evitar la oxidación de otros alimentos: si rociamos un poco de jugo de limón sobre la pulpa de palta, una manzana u otras frutas cortadas, mantendrán su color y textura intactos mucho más tiempo.
La piel, en cambio, será la que transmita sabor a limón, ese gustito que esperamos en una galletita, un budín o un caramelo. Para sentir ese inigualable aroma y sabor a limón, tratamos de obtener la parte amarilla de la piel únicamente; la parte blanca de la cáscara solo brindará sabor amargo y es preferible evitarla.
Si bien el jugo es lo que nos da acidez, por supuesto tiene además un perfil característico. No haríamos una limonada con vinagre, y del mismo modo, cambia mucho el sabor de una ricota “cortada” con limón. Y, desde luego, muchas preparaciones combinan ambos (por ejemplo, un lemon pie cosechará aplausos si equilibra la acidez y el aroma del limón en el relleno), pero es importante saber cómo obtener lo que se busca.
Tips: Siempre que utilices el limón para los tragos, y este tenga burbujas debes usar solo la cascara, ya que la piel rompe las burbujas