Por: Miquel Echarri, para El Pais de España
Los viñedos urbanos han seguido proliferando en plena pandemia. Incluso en este año y medio de excepción, las vides se han consolidado o abierto paso entre el cemento en lugares como el madrileño barrio de Salamanca, los distritos neoyorquinos de Queens y Brooklyn, las colinas de París, la londinense ribera del Támesis, los islotes urbanos de la laguna de Venecia, los barrios periféricos de Viena o el centro de las ciudades de Melbourne, Palermo, Montreal, Aviñón, San Francisco, Milán, Tesalónica y otras.
Para producir buen vino no es imprescindible disponer de un inmenso terroir en rincones idílicos de la Toscana, la Borgoña, la Rioja o el valle de Napa. Basta con una terraza de 45 metros cuadrados, como la del hotel Wellington de Madrid, en la que se plantaron vides en primavera de 2016 y que en la actualidad se acerca a su objetivo de producir una cosecha de alrededor de cien botellas anuales. En octubre de 2018 realizaron su primera vendimia, un tanto tardía, y produjeron un tinto de uva garnacha y tempranillo y un blanco aromático con verdejo y moscatel que se subastaron meses después, en una cena benéfica de la Fundación Wellington.
El vino de las alturas
Por entonces, José Ramón Lissarrague, profesor de viticultura en la Universidad Politécnica de Madrid y consultor del proyecto, explicaba que se había hecho uso a pequeña escala «de las técnicas que emplean los viñedos más sofisticados» reforzándolas con «técnicas de fertilización continuada y en alta frecuencia». Se trataba, en opinión del académico, de «hacer un homenaje a la viticultura española utilizando algunas de las variedades más características de nuestro país, así como de las formas más habituales de cultivo». Y demostrar, de paso, que el vino prospera en los entornos más insólitos, que una parra trepadora puede dar buenos caldos incluso confinada en lo alto de una azotea en el centro de una gran ciudad.
El Wellington partía de un precedente que despertó en su momento una expectación notable. En 2015 nacía Rooftop Reds, «el primer viñedo urbano instalado en una azotea neoyorquina» según Devin Shomaker, impulsor de la iniciativa junto a su hermano Thomas y a Chris Papalia. Los tres socios contaron con la colaboración de la Universidad de Cornell y de la destilería Finger Lakes en su proyecto de plantar vides en una azotea de 13.000 metros cuadrados en los antiguos astilleros de Brooklyn, un área industrial degradada para la que el ayuntamiento buscaba usos alternativos.
Shomaker cuenta que se inspiraron en las destilerías artesanales de barrios como Williamsburg para embarcarse en la producción de un vino «cien por cien neoyorquino». Una idea contracultural, con un punto de casi quijotesca locura, en opinión de sus responsables, que hoy produce “vinos robustos y saludables, con denominación de origen local y producidos de manera sostenible”, con mención especial para su Chardonnay y su rosado seco. En torno a su viñedo, Papalia y los Shomaker han creado un espacio lúdico para amantes de la cultura vinícola en el que se realizan degustaciones, catas a ciegas, visitas guiadas e incluso sesiones de cine al aire libre y clases de yoga.
Viñedos pedagógicos
También se cultiva vino en Floral Park, en el distrito neoyorquino de Queens. Allí tiene su sede el Queens Farm Museum, un huerto urbano didáctico de 20 hectáreas, una de las cuales se dedica al cultivo de vides. Gary Mitchell, administrador del viñedo, lleva fermentando y embotellando vino (etiquetado con un vistoso girasol que se inspira en los de Vicent Van Gogh) desde 2008 y en los últimos años ha empezado a vender parte de su producción, antes destinada íntegramente a la tienda del museo, a restaurantes del barrio de Tribeca. Pero su principal objetivo sigue siendo «contribuir a difundir la milenaria cultura de la vida y el vino: cómo se planta, cómo se cultiva, cómo se fermenta, cuál es el secreto de este producto esencial en el desarrollo de la civilización humana»:
Una ruta por algunos de los viñedos urbanos más espectaculares y exóticos del planeta debería pasar sin duda por Melbourne, en la Australia meridional. Allí, lejos de todo, pero en una zona densamente urbanizada, con más de 4.200.000 habitantes, tiene su sede Noisy Ritual, la empresa de dos jóvenes emprendedores, Alex Byrne y Cam Nichols, que llevan seis años cultivando y fermentando uva tinta en una pequeña parcela.
Según explica en The Taste la periodista venezolana afincada en Dublín Gaby Guédez, Byrne y Nichols se inslaron en 2014 en una casa del vecindario de Thornbury y en ella encontraron una sala subterránea que los anteriores propietarios, una pareja italiana, habían acondicionado para producir vino. Este hallazgo fortuito fue el detonante de una aventura empresarial que consiste, según Nichols, «en comprar las mejores vides de la región de Victoria, plantarlas en nuestra parcela urbana, que es de suelo muy fértil, intervenir lo menos posible y producir un vino joven delicioso que va a parar sobre todo a clientes locales».
Caldos australes
Inspirados por el ejemplo de Noisy Ritual, los responsables del Jardín Botánico de Adelaida, también en la Australia meridional, acaban de plantar sus propias vides en pleno casco urbano de esta ciudad de 1.300.000 habitantes. Esperan cosecharlas a mediados de septiembre para producir al menos un centenar de botellas de vino seco y rosado que, según la directora del proyecto, Janice Goodwins, «serán muy representativas de lo que puede dar de sí la región de Victoria, uno de los primeros lugares del mundo en que se cultivó la vid y lugar de procedencia de más del 75% del vino nacional premium que se consume en Australia».
En Sidney se cultivan viñas al pie del asfalto En concreto, en la recién inaugurada Sydney Urban Winnery, que se nutre de vides procedentes de los valles de Nueva Gales del Sur y va a producir este año más de 50 toneladas de uva, tras una década de intensos preparativos.
Un precedente ilustre
El gran referente de viñedo urbano que aún funciona en la actualidad es el Clos Montmartre de París. A los turistas que callejean por las laderas del barrio de Montmartre, tras la basílica del Sagrado Corazón, les sorprende descubrir este amplio y vistoso viñedo situado en una terraza entre edificios señoriales, el único superviviente de la red de viñedos urbanos que conservó París hasta la década de 1950.
La uva se cultiva en las laderas de Montmartre desde mediados del siglo X, época de la que datan las primeras noticias de la existencia de un vino de producción local. La actual viña fue plantada en 1933 como solución de urgencia del ayuntamiento para rehabilitar una parcela pública degradada que se había utilizado alternativamente como vertedero y como parque infantil y se estaba convirtiendo en objeto del deseo de los especuladores inmobiliarios.
Durante décadas, produjo muy poco vino y de calidad más bien dudosa. Pero la modesta explotación rural recibió un impulso decisivo en 1980, cuando se convirtió en sede de una fiesta anual de la cosecha que hace que permanezca abierta al público durante una semana, a finales de septiembre. En la actualidad, el Clos produce más de mil botellas anuales, que son subastadas para financiar proyectos de regeneración urbana en su entorno inmediato, el distrito 18 de París. Los parisinos bromean con que el fruto de estas viñas, por mucho que sea parte del orgullo local de Montmartre, es uno de los vinos de calidad media-baja más caros de mundo.
Colinas periféricas
De calidad bastante más contrastada es el Riesling que se produce en los viñedos urbanos de los barrios de la periferia de Viena, a pocas paradas de metro del centro de la ciudad. Más de 600 hectáreas de viñas conviven con los últimos edificios del núcleo urbano en unas suaves colinas de suelo calcáreo muy frecuentados por vieneses y turistas y que nutren las cercanas tabernas tradicionales, las Heuriger.
También entre colinas, en el barrio de Enfield, en el norte de Londres, en apenas cuatro hectáreas de una fertilidad notable, tienen su sede los viñedos Forty Hall, que vienen existiendo, aunque de manera discontinua, desde la Edad Media y hoy producen un vino premiado en certámenes internacionales y al que se están empezando a aplicar técnicas de producción biomecánica. La explotación del terruño corre a cargo de una asociación sin ánimo de lucro para la que trabajan alrededor de 60 personas, en su mayoría voluntarios. Sus responsables aseguran que allí se produce «el único vino espumoso fiel a la receta londinense tradicional», de manera que un trago de Forty Hall equivale a «una excursión a través del túnel del tiempo».
En otras laderas, a tiro de honda de un populoso centro urbano, en la colina de Epanomi, en la ciudad griega de Tesalónica, tienen su sede los viñedos y bodegas Ktima Gerovassiliou, productores de un vino orgánico que cuenta con el asesoramiento del Laboratorio de Vinicultura de la escuela de agricultura de la universidad local. Dos acres de tierra que producen, entre otros, vinos blancos de las variedades Malagousia y Robola.
El viñedo de todos
Algo menor es la parcela de viñedos vecinales de la ciudad californiana de San Francisco, inaugurada en 2013 y abierta al público desde entonces. Elly Hartshon, fundadora de este proyecto con apoyo municipal del que participan tanto viticultores como estudiantes de enología o simples vecinos, reconoce con humor que en sus primeros años «producíamos un brebaje infecto, una especie de homenaje voluntarista al Clos de Montmartree, que fue mi fuente de inspiración, pero últimamente no hemos puesto en buenas manos y, gracias a la generosidad y buena voluntad de unos y otros, de nuestro viñedo sale un vino de mesa modesto, pero que se puede beber».
El éxito reciente de estas iniciativas entre voluntariosas y visionarias ha motivado que exista ya una asociación internacional de viñedos urbanos (Urban Vineyards Association) que reúne, de momento, a 9 explotaciones agrícolas de Italia y Francia, empezando por el Clos de Montmartre. Siena, Venecia (por partida doble), Turín, Milán, Palermo, Aviñón y Lyon son las sedes de sus actuales socios.
El más peculiar de estos proyectos tal vez sea el de la asociación de la Laguna nel Bichiere, fruto del esfuerzo de un profesor de Venecia ya fallecido, Flavio Franceschet, que en 1993 empezó a interesarse por los viejos viñedos de la laguna de Venecia, todos ellos abandonados. En especial, se esforzó por rehabilitar y volver a poner en funcionamiento el de San Franceso della Vigna, en la isla de Sant’Elena, involucrando en ello a los alumnos de varios institutos locales. Hoy, su jardín escuela es un viñedo urbano de pleno derecho en el que se cultiva un vino recio y con fuerte arraigo local. Uno de tantos productos de este auge imparable de la coexistencia fértil entre ciudades y viñas.
Fuente: Diario El País de España (Miquel Echarri)
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