Podés cambiar de país, pero hay cosas que están en el ADN. Eso le pasó al Malbec. Nació en el sudoeste de Francia, en Cahors, donde lo conoció como “Côt” o “Auxerrois”, y donde daba vinos intensos, rústicos y bien tánicos. Pero fue cruzar el océano y encontrarse con el sol mendocino para sacar su mejor versión: más amable, jugosa y expresiva.
La historia cuenta que fue Michel Aimé Pouget, un agrónomo francés contratado por Domingo Faustino Sarmiento, quien trajo los primeros sarmientos en 1853. Nadie lo sabía entonces, pero ese fue el primer paso para que, siglo y medio después, el Malbec fuera nuestro vino emblema.
Adaptado como pocos al clima seco y los suelos pedregosos del oeste argentino, el Malbec floreció. Literalmente. Con buena amplitud térmica y altura, empezó a dar vinos que conquistaron a los argentinos y después al mundo. Hoy, Argentina produce más del 75% del Malbec global, con más de 46.000 hectáreas plantadas.
Y lo mejor es que sigue evolucionando: aparecen nuevas zonas, estilos más frescos, versiones naturales, de baja intervención, rosados, espumantes, y hasta blends con otras variedades autóctonas o internacionales.
Malbec ya no es sólo una cepa: es una forma de contar quiénes somos.
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